Recuerdo un lugar en el que me sentía libre, donde no existían barreras ni fronteras. Solo el horizonte vestido de Mediterráneo o engalanado con montañas contenía mis movimientos, y el único reloj que importaba era el astro sol, inicio y fin de los días de una sociedad rural, siempre fiel a las leyes de la naturaleza. La confianza era un valor compartido, y la paz un estado pleno y duradero.
En ese lugar, cada tarde iba a contemplar el mar y solo su sonido era el protagonista de mis oídos. Los paseos en motocicleta, inundados por aroma de azahar, eran una práctica habitual. En ese transcurso de los minutos, múltiples músicos de toda clase, ofrecían un espectáculo único, en el que al chisporroteo de un motor de los años 70, se aunaban el canto de cigarras y grillos, mientras palmeras y arbustos completaban la muestra con una danza bajo las directrices de la brisa.
Todo era natural, sosegado, silvestre, sincero, grácil… hasta que un día el ritmo cambió, los valores se invirtieron, la confianza desapareció incluso de las familias, la paz quedó sustituida por la violencia, y todo lo respetado hasta entonces quedó sumido en el abandono. Llegó la avaricia, llegó la especulación de mi paisaje, la especulación, incluso, de aquellas piedras sobre las que me sentaba cada tarde para contemplar el mar. Llegaron las excavadoras y comenzaron a desahuciar cada naranjo, cada olivo, cada erizo, reduciendo el vasto vergel a una tierra infértil, envuelta en hormigón armado y decorada con árboles sin hojas.
Los sustantivos edificación, urbanización, planificación anunciaban progreso y prosperidad. Traducidos en un infinito número de bloques de apartamentos dispuestos como piezas de dominó, se alzarían cada vez con mayor altura para no perderse el único espectáculo que nos quedaba: el horizonte vestido de Mediterráneo.
A pesar de ello, las olas siguen llegando a la orilla, las familias envejecen, y los recién llegados todavía no conocían esta historia.
xxx. Septiembre de 2013.